Tenía siete años, era un niño normal, tirando a tímido y estaba descubriendo el mundo de las sensaciones. Me habían mandado en verano a clase de francés, para aprovechar el tiempo, según dijeron. Y allí estaba, sentado en un ambiente decimonónico  ante una  mesa camilla con tapete de flores y un reloj de péndulo como sonido de fondo. Se abrió la puerta y apareció la profe. Tenía más o menos veintiocho años, el pelo trigueño recogido en un moño algo deshecho, ojos azul porcelana y vestía una chaqueta que se quitó de inmediato, quedándose con una blusa de tela estampada con apresto que se le ajustaba al cuerpo y… ¡No  llevaba sujetador! ¡Y yo, por supuesto, no había visto unas tetas en mi vida!

Me enamoré al verla y  eso que aún no  había escuchado aquella voz aterciopelada hablando un idioma que no entendía, y que, se suponía, era francés. Yo estaba absolutamente sobrecogido, sentí de inmediato un calor dentro de mí que me abrasaba, comencé a marearme y a  temblar. Ella hablaba y hablaba. Yo la miraba cada vez más embelesado y  lo único que deseaba era abrazarla, pero tenía miedo, un  miedo atroz. Miedo de que ella  se diese cuenta, miedo por no saber lo que me pasaba, miedo a enfermar… En una palabra, estaba aterrorizado.

Deseaba llegar a  casa. Tenia el propósito firme de no volver a sentarme ante aquella mujer. Nunca más. Podía morirme, si volvía a vivir la experiencia. Intenté convencer a mis padres con todos los medios a mi alcance. Lloré, pataleé, conté que aquella clase no me gustaba y que el francés era horrible, porque no lo entendía. Mi familia intentó convencerme diciéndome que era totalmente normal que no entendiese, que  todo era  nuevo para mí y que poco a poco me acostumbraría. ¡Si supiesen ellos lo que me  pasaba!

Solo con imaginarme a la profe  con su blusa transparente, volvía a sentir aquel calor que me enfermaba. Pensaba que si volvía  a mirarme  en aquellos ojos azul porcelana,  podría caer al suelo fulminado. Pasé  la noche temiendo la clase del día siguiente, pero volví a estar ante la mesa camilla, escuchando el ritmo del reloj  y sufriendo lo indecible. Estaba tan ocupado intentando mantener mi desazón a raya  que era incapaz de hablar y me preocupaba que ella, aquella maravilla de mujer, pudiese pensar que yo era tonto. Y con un tonto no se casa nadie, pues yo quería casarme con ella, aunque  tuviese que esperar a hacerme mayor. ¡Menuda tensión!

Mi familia tardó tres clases más en convencerse de que el estudio del francés producía en mí un efecto casi mortal. La fiebre me había subido a cuarenta, no podía comer sin vomitar y, lo que era peor, no paraba de llorar. Nunca llegaron a saber la causa. No sé qué le explicaron a la profé. Jamás quise preguntar, pero  me sentí liberado. Pensar en aquellas tetas  apretadas por la blusa me dejaba absolutamente sobrecogido.

Sigo sin saber francés pero, en cuanto oigo hablar en esa lengua, una irresistible erección tensa mi entrepierna.

 

Vigo 28/03/06