Meto lentamente la mano en el bolsillo del abrigo. Noto la suavidad de la tela y cómo, poco a poco, la mano se va calentando hasta que  en  el fondo tropieza con algo. Es casi imperceptible, pero allí está, como siempre en los últimos años. Es una bolita de luz que, nada más tocarla, me proporciona sosiego y ternura. Siento una gran corriente de amor que sube por mi brazo alcanzando de inmediato todo mi ser, ocupándolo por completo. ¡Que fácil lo tengo en los momentos de desventura, tristeza, desamor, cuando necesito recuperar el equilibrio! Meto la mano en el bolsillo y, si la situación resulta extrema, aplico la bolita a mi cara. Es un efecto mágico.

Me acuerdo de la primera vez que sucedió. Era un día de otoño, yo tenía cuatro años y medio y acababa de nacer mi hermana pequeña. Iba al colegio por primera vez y no me apetecía nada. No es que temiera pasarlo mal, pero en mi casa había cosas que me interesaban más. Estaba mi hermano, mi hermana recién nacida, la chica que ayudaba en casa y, además, los lunes venia una costurera muy simpática que se llamaba Purita y comía con nosotros. Nos contaba las andanzas de su hermano, las novias que tenia, los lugares donde trabajaba y todo aquello me resultaba de lo más entretenido. También estaban mi padre y mi madre, las personas más ingeniosas y divertidas que he conocido en mi vida. Con toda esta gente, que me distraía tanto, ir al colegio me parecía un aburrimiento.

¡Pero, claro, tenía que ir!

Estaba con mi madre al borde de la acera, cogida de su mano y, mirándole, le digo que no quiero ir al cole, que no me gusta y que allí la echo de menos. Me observa detenidamente al tiempo que coge mi mano y deposita en ella un beso. Me la cierra con sumo cuidado y me dice: “mantenla  así, cerrada, para que el beso no se escape. Al llegar al colegio, lo metes en el bolsillo del mandilón y, cuando te acuerdes de  mi echándome de menos, lo coges y te lo pones en la cara sintiendo su  calor. Luego lo guardas de nuevo, así tienes un beso mío cuando quieras y siempre estoy a tu lado”

– ¿Y si se me gasta?- pregunté agobiada

– No te preocupes, te doy más y ya está.- me respondió riendo.

Aquella idea fue fantástica. Cuando me llevaba la chica al colegio, antes de salir de casa, le pedía el beso a mamá. Cuando era ella la que me acompañaba, esperaba hasta llegar a la puerta del colegio para pedírselo. Mis bolsillos pasaron a ser algo prohibido para el resto del mundo, los tenia siempre ocupados con los besos de mi madre y, si alguien osaba meter la mano, me enfadaba porque podía estropearlos.

Este que tengo ahora, esta bolita de energía (¿de luz?) cálida cuyo solo contacto me pone en línea con la percepción del amor, lo guardo como oro en paño. Mientras mi madre vivió, hasta hace tres años, siempre tenía los bolsillos llenos con sus besos, pero, poco a poco, los fui usando. Ahora, para mi desconsuelo, sólo me queda este que estoy acariciando.

 

Fotografía y diseño: Adela Rodriguez