Estoy plantada en la acera rodeada de niños y no tan niños. Esperamos la cabalgata de Reyes. Voy todos los años desde que soy pequeña. Me encanta el bullicio y esa ilusión exigente de reclamar los regalos cuando pasa uno de los reyes. No le pido a los tres. Sólo a Melchor, que es mi preferido desde niña. Primero pasa un carroza después otra, un coche de bomberos y una serie de vehículos que no sé a ciencia cierta qué pintan en una cabalgata. Por fin aparece mi rey, majestuoso, con su barba blanca, sentado en su trono. Siento una extraña emoción producida por el recuerdo de todo lo que le pedí y me trajo, que ha sido mucho, desde mi primera bicicleta hasta la hija que me concedió cuando ya había perdido la esperanza de concebir. Un año se lo pedí y al cabo de un mes estaba embarazada. He confiado siempre en él, encargándole cosas posibles e imposibles pero siempre maravillosas.

El año pasado fue triste, lleno de desilusiones y pérdidas. Ahora delante de mi mago de Oriente y sin apenas darme cuenta, me excito como cuando era pequeña, pero en lugar de pedir una bicicleta o cualquier otro juguete, grito: “¡Un amor, quiero un amor!”. Yo misma me sorprendo de lo que acabo de decir. Los abuelos que están con sus nietos y que escuchan mi demanda se quedan de piedra, demostrando que, excepto los niños, ya nadie cree en los Reyes. En lugar de pedir lo que pedía todos los años, salud y más salud, había seguido los impulsos de mi corazón y había pedido algo que diez minutos antes no tenia ni idea que podía ser importante para mí en estos momentos. Ahora sólo se trata de esperar. Siempre me traen lo que pido, quizá no en la manera que yo lo imagino, pero siempre aparece el regalo.

Cuando termina el desfile de carrozas, regreso a casa y lustro (siempre pienso que si los Reyes ven los zapatos muy relucientes se van a portar mejor) un zapato rojo de altísimo tacón y lo coloco delante de la chimenea, que es por donde los reyes llegan a casa. El tiempo que viví en una casa sin ella, los noté despistadísimos con mis regalos y el motivo quizá fuera que tenían que entrar por la ventana.

Este año no puedo salir a festejar a los Reyes como me gusta hacerlo. A las seis de la mañana vienen a recogerme unos amigos para irnos de viaje en coche y no es cuestión de ir conduciendo por esas carreteras de Dios con una inmensa resaca. Ceno algo ligero y, tras hacer la maleta, me voy a la cama. Pongo el despertador a las cinco de la mañana. Una hora, calculo, es suficiente para abrir los regalos y arreglarme. Al día siguiente tengo muchos kilómetros por delante.

Cuando suena el despertador, ya estoy con un ojo abierto. Me levanto y mientras voy por el pasillo hacia el salón para ver mis regalos, escucho en el silencio de la noche un ruido que me sugiere el crepitar del celofán. Me paro y presto atención… Sí, lo que escucho es como si alguien estuviese jugando con un papel de celofán. “¡Jopé¡¡Mira que si me han traído un perro por eso de la compañía! ¡No seas pirada. ¿Cómo te van a traer un perro?” me digo

El ruido del celofán suena cada vez más intenso o a mi así me lo parece. El corazón empieza a palpitarme con fuerza y una ligera flojera en las piernas delata un cierto temor.

“¿Sigo, no sigo?”- me pregunto. Puedo hacer como cuando era pequeña, que, hasta que no oía a mis hermanos, no me atrevía a acercarme a la chimenea. Me daba miedo encontrarme a los Reyes poniéndome los regalos y no saber qué decirles.. Pero ahora vivo sola y no puedo quedarme en el pasillo esperando indefinidamente. Me armo de valor y reanudo la marcha. Entro en el salón, apenas iluminado por la luz de la calle, y casi me da un pasmo cuando veo un enorme paquete envuelto en celofán rematado con un gigantesco lazo rojo del que cuelga una tarjeta. Me quedo paralizada mientras mis ojos buscan lo que hay dentro…

-¡Jopé! ¡Dentro hay un chico¡

Si, si un chico… Un chico de carne y hueso… O eso parece. Lo miro con más detenimiento y distingo, dentro de todo esel papel, unos maravillosos ojos verdes, una sonrisa amplia y un cuerpo perfecto. Me acerco despacito y con mucho cuidado cojo la tarjeta y leo:”Para tu alma dolorida y tu cuerpo maltrecho. Disfrútalo. Tus papás.”

Aunque ellos con frecuencia me tachaban de desobediente, en esta ocasión mi obediencia será absoluta. Tanto que mis amigos se van a quedar sin compañera de viaje.

Adela Rodríguez