El calor propició nuestro encuentro en la playa. Ahora es el frío de los helados el que nos mantiene en contacto, aunque no exista compromiso alguno entre nosotros. Si quiero hablar contigo, tengo que ir a tu establecimiento y acercarme al expositor de los helados para alejarnos de toda esa gente que te rodea siempre.

La primera vez te pedí un helado de chocolate. Junto con el de mantecado, es mi sabor preferido desde niña. Según mi abuelo, la calidad del chocolate es lo que marca la categoría de una heladería. No tengo ningún interés en la categoría de tu establecimiento. Pero saber que tú estás allí, mirándome, me excita.

Te recuerdo aquel día, al otro lado del expositor, tus ojos en los míos, al tiempo que extendías el brazo para entregarme el cucurucho rebosante. Acerqué a él tímidamente la lengua, percibí la cremosidad que envolvía el sabor amargo del chocolate y le di un gran lametón. Era el primer helado que tomaba hecho por ti y ese pensamiento, unido al frío que descendía por mi garganta, hizo que me estremeciese.

Me miraste, sonreiste, elevaste la cabeza y empujaste la lengua hacia el paladar, emitiendo al tiempo un ronroneo de delectación. Una sensación calida y placentera me invadió. Supe que me estás paladeando a mi. Como si fuera un manjar. Y ese paladeo me excitó más que tu mirada.

La vez siguiente quise que tú escogieras el sabor de mi helado. Tus ojos recorrieron las distintas cubetas hasta que te decidiste por la de yogurt con frutas del bosque. La mezcla de aquellos sabores me gustó. El agror del yogurt combinaba a la perfección con la dulzura de las bayas salvajes. Y al bosque se fue mi imaginación impulsada por el deseo. Me vi tumbada a tu lado sobre un lecho de musgo húmedo, compartiendo contigo los sabores que acababas de elegir para mí.

A partir de aquel día nuestro encuentro estaba marcado por el sabor del helado que me dabas a probar. A los arándanos y grosellas acompañados de leche agria, le siguió el dulce de leche. Era la primera vez que lo probaba y te lo conté. Tú te echaste a reír y volviste a paladearme. Según lo hacías, me trasformé en aquel trozo de helado imaginario que acababas de meter en la boca y que empujabas con la lengua hacia el cielo del paladar para, a continuación, deshacerlo en la garganta. Ahí alcancé la plenitud de mi sabor. Te miré embelesada desde el otro lado del expositor. Fue una sensación de absoluto deleite.

Tu mirada, que hasta entonces había sido la protagonista indiscutible de nuestros encuentros, se vio relegada a un segundo plano. La borrachera de sabores, acompañada del tierno y prolongado paladeo, me hizo descubrir la importancia del sentido del gusto. Todo lo quería probar, saborear…

Durante varios días mi obsesión fue tomar helados de dulce de leche. Quería regodearme en la navegación derretible a través de tu boca.

Una semana más tarde te pedí que me dieses uno nuevo. Me miraste largo rato, como si reflexionaras sobre lo que querías hacerme sentir. Y yo, entre divertida y curiosa, esperaba el nuevo sabor al que ibas a conducirme. Te propuse que tú hicieses la mezcla, que yo cerraría los ojos para adivinar los sabores… Percibí dos con diferentes texturas. Eran tan distintos que nunca se me habría ocurrido mezclarlos. Mora y limón. La mora con la intensidad de su sabor natural y la literatura que la acompaña. Se dice que su mancha solo con otra verde se saca. Yo siempre la he asociado, quizá por oposición entre contrarios, con el amor. Y en el cucurucho que tenia en la mano estaba la mora – amor perdido- unida al limón.

¿Qué hacia el limón? El limón ponía, con su ácida frescura, la nota animosa de esperanza y de consuelo en la pérdida de un amor. Tu eres para mí limón y, además, en dosis altas. Eres puro limón. Te dije que no quería volver a tomar helado de mora, que no me gustaba. No te expliqué nada más. Ese día no me paladeaste.

Hubo varios sabores que no añadieron nada nuevo a nuestra relación. Hasta que un día me dijiste, tan pronto me viste llegar, que me sentase, que me ibas a traer un helado de un solo sabor y en copa. Durante la espera, mi cabeza iba de un sabor a otro intentando adivinar, pero sin decidirme por ninguno. Había probado el de aceite de oliva y lo había saboreado cual masaje corporal por su textura y aroma. También el de licor de café, tan fuerte que casi me da resaca. El de almendra, ya solo su olor me trae a la memoria los postres de mi abuela. El de coco, que siempre me ha resultado algo empalagoso…

Vi cómo te acercabas depositando ante mi una maravillosa copa llena de helado. Su color era muy claro, casi blanco. Al fijarme un poco más, pude apreciar una cierta tonalidad verde, muy ligera. Tomé la cuchara, mientras tú me mirabas expectante, probé una pequeña cantidad, la acerqué a la boca. Su textura no era continua, ni excesivamente cremosa. Su sabor resultaba fresco y aromático. Te miré, me miraste y nos echamos a reír. Me levanté, me diste la mano y nos fuimos en busca de un paraíso para disfrutar de nuestra mutua compañía.

 

El helado era de manzana. ¡La tentación del paraíso!

Vigo 20/06/2006