por Antonio Altarriba. Ensayista, novelista, crítico y guionista de fotos y cómic. Premio nacional de cómic 2010 por “El Arte de Volar”.

 

Adela Rodríguez siempre ha vivido cercana al mundo de la plástica. Y no es que haya pasado la existencia metida en museos o en estudios de pintores. Pero ya de niña leía los colores, les atribuía significado, los asociaba con conceptos y sentimientos. Y también ponía rostro a los coches, a las fachadas, a las nubes y a otros objetos cotidianos. Quizá haya una sinestesia genética en esta capacidad. Quizá sea tan sólo que a Adela le gusta jugar. Y ¿existe un juego más excitante que dar sentido a las formas y colores del mundo?

Así que se equivoca quien piense que el caso de Adela Rodríguez, su brillante irrupción en el mundo de la plástica, se explica como afición sobrevenida o entretenimiento pasajero. No se trata de una vocación tardía sino de una eclosión, quizá de una erupción. Forma parte de esos artistas que inician su producción cuando han terminado de absorber. Entonces se ponen a rebosar. Sus expresiones son consecuencia metabolizada de sus impresiones. Rompen de pronto y la creatividad mana de ellos con facilidad, en cierta medida con naturalidad. Forma parte orgánica de ellos mismos. Por eso suelen ser artistas de producción fluida y diversificada.

Adela Rodríguez se ha puesto a crear por distintas vertientes. Una pictórica que a su vez se diversifica en función del soporte. Sorprende la variedad estilística, en cierta medida conceptual, derivada de la materia sobre la que pinta. Sus pinturas sobre cartón se presentan de forma más geométrica, casi codificadas, similares a una escritura, una caligrafía de color, una cromatografía en el sentido más etimológico del término. Sobre maderas recogidas en la playa, presumibles restos de naufragio, empasta su pincel y trabaja la textura y los brillos. Como si quisiera reparar el hundimiento o, mejor, cubrir las heridas de tantas mareas como han sufrido. Sus pinturas sobre lienzo funcionan, de alguna manera, como síntesis pues reúnen una gran expresividad cromática y un tratamiento muy trabajado de los materiales. Todo para lograr cuadros con fuerza y, al tiempo, equilibrio. Y aún está su vertiente fotográfica. Es aquí donde la agilidad creativa –a no confundir con la espontaneidad- parece más evidente. Su capacidad para diluir –quizá transcender- la realidad en abstracción resulta admirable. Convierte el objeto cotidiano en perspectiva vertiginosa, las apariencias del mundo en concepto, el reportaje en maravilla. Sin gran aparato tecnológico. Con sencillez. Sólo con saber mirar.

El arte de Adela Rodríguez está hecho de mar, de luz de atardecer, de nieblas que acarician la ría, de rocas acantiladas y de prados inflamados. Contiene todas las experiencias que su sensibilidad ha ido sedimentando en el pozo ya destellante de su memoria. Porque ahora, consciente del resplandor que la habita, no va a cesar de iluminarnos con una imaginación inagotable y una capacidad de ejecución que mejora cada día.